Ricardo Vivallo
En un principio, la invitación me pareció sencilla: elegir un collage hecho por mí y escribir un texto breve justificando esa elección. Pero bastó que me sentara a revisar la carpeta de mi computador, en la que he ido acumulando archivos desde hace unos cuatro años, para darme cuenta de que no iba a ser tan fácil.
Primero: muchos de los collages, al verlos con distancia, me parecieron francamente malos y terminé mandándolos a la papelera. Y lo que empezó como una simple revisión terminó siendo una severa purga.
Segundo: ¿qué criterio debía usar para elegir? ¿Elegir, simplemente, el collage que no me hiciera sentir ninguna vergüenza de mostrarlo? ¿O el más complejo, el más elaborado, el más extraño? ¿Qué historia quiero contar sobre todo esto? ¿Quiero hablar de las horas pasadas revisando, tijera en mano, decenas de revistas, enciclopedias y todo tipo de papeles viejos sin mayor propósito que matar el tiempo? ¿Quiero hablar de improvisación, de azar, de juego? ¿De qué?
Tercero: las condiciones de producción son casi siempre las mismas. No hay ideas previas, no hay preconcepciones, no hay conceptos. Se trata simplemente de una práctica, un ejercicio parecido a la meditación, y, por lo mismo, de escaso valor narrativo. No hay inspiración, no hay discurso. No hay nada que explicar.
Cuarto: la invitación animaba a elegir una obra que fuera representativa para mí como artista dentro de mi carrera. Pero yo no soy artista ni mucho menos tengo algo que podría llamar una carrera artística.
Quinto: ¿A quién podría interesarle lo que yo tenga que decir sobre cualquier cosa? Pero, ya que me había comprometido me esforcé y finalmente encontré una imagen. Es uno de los archivos más antiguos. No recuerdo nada de dónde, ni cómo ni por qué lo hice. No recuerdo de dónde saqué los dos recortes, ni dónde conseguí el papel sobre el que están pegados. Pero por alguna razón esa imagen ha sobrevivido a las más dramáticas purgas y arrebatos de autocrítica, y sigue ahí, en un marco viejo, pintado con betún de zapatos, colgando de un clavo en una pared de mi departamento.
Hay una razón sentimental, lo reconozco, pero no puedo explicarla. Sí, es uno de los más antiguos, pero antes de ese collage hubo muchos otros, decenas, que regalé o terminé botando a la basura. ¿Qué tiene esa imagen de especial? La simpleza, supongo. Y quizás en esa simpleza esté concentrada toda su emotividad. Es el resumen perfecto del gesto que hay, para mí, detrás de cada collage: simplemente dos imágenes que se encuentran azarosamente para crear una tercera imagen que, antes de esa sencilla intervención del azar, no existía.